Concierto para Ángel y Sinte
Concierto para Ángel y Sinte

Concierto para Ángel y Sinte

José Luis Ramírez


Ella dice que al principio necesitaba estar sola,


a pesar de querer estar conmigo

y que ahora en cambio necesita estar conmigo,

aunque quiera estar sola.

--Ray Loriga


Estoy en México, en la estación de metro Pino Suárez. Ella camina a mi lado, sujeta a mi dedo meñique con su dedo meñique. Es de noche, pero igual si fuera medio día. La gente pasa a nuestro alrededor sin mirarnos. Sólo algunos, la miran a ella. No sé, si nuestra vida fuera una película se escucharía algo muy cool, en segundo plano, quizá Björk.

En fin, salimos de la estación dispuestos a caminar hacia el centro. No conocemos bien la ciudad. Buscamos un hotel, un hotel a una calle del zócalo y bajamos en Pino Suárez; curiosamente hay uno ahí, justo a la salida de la estación.

—¿Quieres que preguntemos?

Me encojo de hombros. Me da un poco lo mismo. Yo sólo tengo trescientos pesos en la cartera, los saqué del cajero. En la tarjeta me quedan otros trescientos y nada más. Ella, un poco como siempre, toma la iniciativa. Caminamos hacia el hotel.

Puertas de madera y cristal biselado. El pasillo por el que entramos sigue hasta el fondo, termina en una puerta que da al estacionamiento. A un lado, las escaleras y un teléfono de monedas, al otro, una cabina blindada donde un tipo mira aburrido el televisor. Está mirando algo de los Almada. Los precios, letras blancas de plástico sobre un recuadro de terciopelo negro, detrás de un cristal a prueba de balas. Ella pregunta si tienen habitaciones sencillas para dos personas, él contesta que sí. No tiene caso que sigamos buscando. Nos registramos.

El tipo se olvida del televisor por un momento y adopta su rol de empleado, pregunta por cuántas noches y contesto que una. Pago con un billete de doscientos que él toma y pone a contraluz, buscando una línea obscura entre el DIV VER NARD y el DOCT SIDO RUS detrás de Juana de Asbaje. Me pregunta a qué nombre, contesto y él imagina que lo inventé mientras busca las teclas en la computadora. Habitación 131 —me dice— subiendo las escaleras.

Contrario a lo que él piensa, no somos novios.

Aunque igual y subimos, ella dos escalones delante de mí. Lleva pantalones color crudo, blusa delgada, de tirantes, chamarra de textura plástica. Hace frío. Lleva botas negras. Además, silba una canción, una muy triste, Bachelorette.

Habitación 131. No está subiendo las escaleras. Está subiendo las escaleras y yendo a la izquierda, al final del pasillo. Lo digo porque subiendo las escaleras hay corredores hacia ambos lados y si uno sigue por el de la derecha, se encuentra las habitaciones de la 116 a la 102, en orden descendente.

—No es por aquí.

Regresamos hasta las escaleras y vemos que hay flechas que indican hacia que lado están de la 102 a la 116 y de que lado de la 117 a la 131. Nos sentimos tontos. 123, 125, 127, 129. Como dije, a la izquierda, a final del pasillo. Entramos y cierro la puerta, la habitación es más grande de lo que esperaba. Ella dice que está genial por lo que pagamos.

—A este precio no habríamos encontrado una habitación así.

Yo pienso que sí, de haberla buscado.

La habitación está alfombrada en café. Tiene una pared de espejos color humo y una cama king-size, un tocador con una televisión encima. Me pregunto si tendrá cable. Ella se sienta en uno de dos sillones al fondo, junto a la ventana, con una mesa entre ellos. La ventana da a una pared de color durazno, optamos por cerrarla y mirar en su lugar cortinas verdes. Ella deja la backpack a un lado. Me platica de su exmarido y de cómo estuvieron en hoteles más caros y malos que ese. Va al armario, a la entrada de la habitación, seguro está colgando la ropa mientras yo enciendo el televisor. Ella tiene, lo mismo que yo, veinticuatro años. Está divorciada hace dos.

Enciendo el televisor. Las escenas del Playboy Channel no me entusiasman demasiado, así que busco entre los botones para hurgar un poco en la sintonía. Debí pedir el remoto en recepción. Sigo hurgando entre veintidós canales y luego lo dejo en el canal de videos.

—Por lo menos tiene MTV —digo, y entonces voy y saco una playera de la mochila y la llevo al armario con el pretexto de colgarla, aunque igual ella sabe que no me importa. Lo hago sólo para estar a su lado. Me abraza. Me estremezco. Ninguno de los dos se atreve a decir o hacer nada que pudiera terminar en sexo.

* * *

Ahora estamos sentados a la orilla de la cama, platicando mientras el televisor pasa una película sueca donde una tipa le parte un jarrón a otra en la nuca, matándola; mientras, ella me explica el sinfín de razones que tendría para no estar ahí, conmigo. Luego, la tipa del televisor mata a la otra y ella me dice que tiene hambre. Que no está tomando la píldora.

Es casi media noche, tenemos pocas opciones.

Salimos de la habitación y encontramos a uno de los empleados que nos dice que no cerremos, que dejemos así; luego, ante nuestro desconcierto, pregunta si no estamos dejando la habitación. Nosotros nos disculpamos, sin saber bien por qué, diciendo que vamos sólo a cenar. Entonces, él se disculpa y nosotros le preguntamos. Nos dice que cerca no hay sitio alguno para cenar, no le creemos. Entonces bajamos a recepción y volvemos a preguntar, nos dicen lo mismo. No hay donde.

Así, tomamos el último metro con dirección a Cuatro Caminos y nos bajamos en Bellas Artes, pensamos en ir al Samborns de los azulejos, siempre íbamos ahí. Es sólo que, a la salida del metro, aparece —literalmente aparece— un Samborns distinto. Ya es tarde y no tiene caso caminar hacia el otro, así que nos metemos. Hay un empleado puliendo el piso, ruido de ventiladores, letreros de acrílico, pintados como madera, que dicen hacia donde hay que ir si quieres comprar libros y revistas, farmacia, perfumes, regalos. Ella huele bien.

No sé explicarlo. Me imagino una cámara Panavision elevándose en una grúa y girando a nuestro alrededor, de manera que el fondo de la toma se recorre detrás, mientras nosotros dos permanecemos inmóviles en el centro de la escena. Me imagino eso porque ese tipo de tomas, siempre da el efecto de que el protagonista se siente un poco extraviado, de que no sabe qué hacer. Y nosotros, como dos espíritus atrapados en el sortilegio de un empleado que hace círculos en el suelo, como protagonistas extraviados de una mala película, como encantados por el soundtrack que no se escucha, quizá Radiohead, decidimos pasar a la farmacia antes que al restaurante y comprar un paquete de condones, entonces recuerdo que a ella le irrita el látex, así que además hace falta lubricante vaginal y a mí me duele la cabeza y como no venden sueltas, compro también una caja de aspirinas.

Y todo resulta más caro de lo que esperamos y como aún hay que pagar la cena y ella no quiere que me quede con dolor de cabeza, deja el lubricante. Ese gesto suyo, me conmueve, la verdad. Así que apoyo la cabeza en su hombro durante el trayecto que hace el elevador de la Planta baja al Primer piso, que además se parece al de las películas, una jaula de hierro adentro de otra.

Una mano acariciando mi nuca, sin matarme.

Una metáfora de poleas y equilibrio.

El restaurante, sorprendiéndonos un poco, no está vacío. Hay mucha gente, hasta una niña con su vestidito blanco y un globo amarillo anudado a su silla de ruedas. Yo, más que ella, me siento un inválido. Mi esperanza anudada al meñique, como el globo en su silla de ruedas.

—¿Estás bien?

—Uh-hum —digo, y mi sonrisa es sincera.

Quisiera decirle que es perfecto; pero no me atrevo porque, por nada del mundo, me dejaría arruinar el momento. Se sienta, me siento. La mesera que nos atiende se llama Cristina y le da mucho gusto atendernos, eso a mí me da mucho gusto también, así que aprovecho para pedirle un vaso de agua. Y es que no me parece divertido que uno cene con dolor de cabeza, mucho menos si la joven a su lado se ve así de preciosa como ella se ve y Cristina, nuestra mesera, tiene tanto gusto en atendernos.

Ella pide una baguette y malteada.

Yo enchiladas suizas y coca-cola.

Ahí se nos va el resto de mi dinero. Es más, ella completa la cuenta con un billete de cincuenta y mientras pago, baja a la farmacia por el lubricante. Lo cual decidimos una buena idea cuando, durante la cena, recordábamos como era antes, entre nosotros, el sexo.

* * *

Tomamos un taxi de regreso al hotel.

Nos deja del otro lado de la calle y entonces, tenemos que atravesar de manera suicida, aunque no pasan autos. Las calles del Distrito, lucen infinitas cuando no pasan autos. La ayudo a brincar la barda de contención y una malla de alambre nos obliga a rodear la manzana. La calle está obscura. Hay un Renault olvidado a mitad de la banqueta, hace ya muchos años.

Pasamos bajo la marquesina del cine colonial, abandonado también, y yo aprovecho para comentar que los muertos son comunes ahí, alguien me lo dijo. Ella no parece asustarse, lo que sí, respira más tranquila cuando nos entregan la llave en la recepción del hotel; como si no pudiera haber un psicópata esperando con un hacha detrás de la puerta. Quizá su exmarido.

Meto la llave. Sampleo de la música de Psycho, la escena de la ducha. Abro la puerta. Silencio. Respiro más tranquilo cuando veo que no hay nadie con un hacha detrás de la puerta. Eso siempre hace que uno respire bastante más tranquilo.

Ella entra, se sienta una vez más en uno de los sillones al fondo de la habitación. Yo me le acerco y, no sé por qué, siento miedo. Vacío mis bolsillos en la mesa. Algunas monedas, boletos de metro, aspirinas, cartera, condones.

—¿Y bien? —pregunta, como si pudiera arrepentirme de nuestro plan. Yo me encojo de hombros y me quedo de pie, delante de ella. Las manos las meto en los bolsillos mientras la veo apagar su teléfono celular, devolverlo a la mochila. Le digo que igual podemos hacer algo distinto, esperando que tampoco ella esté por arrepentirse. No lo hace, sólo se quita la chamarra y comenta:

—Hace calor aquí.

Yo me sonrío, me quito los zapatos y me siento en la cama, recargado en el respaldo. Ella va hasta donde estoy y se recuesta en mi vientre, me deja ver la curva en sus pechos. ¿A qué sabe el lubricante vaginal?

—Sabe dulcesito —me dice y me da a probar una gota en su dedo.

En efecto, sabe dulzón. Pero no es eso lo que importa. La caja de condones sobre la mesa, en medio de los sillones. La televisión apagada. Los dedos paseándose torpes entre el pantalón y la blusa. Aproximaciones. Besos.

Miedo de que al desnudarla, más allá de las bragas, me encuentre con su sexo dentado.

Restos de otros hombres, a los que ha devorado.

Quiero evitarlo —pensar en eso, quiero decir— es sólo que no puedo. Es el efecto, paranoico como un ratón. El hocico asomándose hasta casi tocar el queso. Saborearlo sabiendo que bien puede ser la última vez, que la mecánica activará el resorte de la ratonera en cuanto trates de robar su tesoro. El clavo enterrado de lleno en la espina. Los ojos, rojos, mirando tristes el queso, ningún reproche.

Los pensamientos se desvanecen en cuanto ella me besa. Un beso largo.

Mis manos se aferran a su talle, le dan la vuelta. Por alguna razón, necesito sentir su rostro delante del mío. No me importa si cierra los ojos. Lo que quiero no es que me mire, ni siquiera que vuelva conmigo. Lo que quiero, es que nunca se haya ido. Es por eso que la beso así, que recorro las manos hasta tenerlas en su rostro, que la acerco a mis labios y bajo luego para besarla en el cuello, en su escote. Mis manos arrancándola de la blusa. Los dedos bajando la cremallera del pantalón, metiéndose entre la ropa, palpando, buscando.

Los labios hurgando ahora en el vientre.

Ella se incorpora y se quita el pantalón, me sonríe mientras hace igual con sus bragas.

Las luces están apagadas y con todo, la habitación se ilumina. Así de brillante es su desnudez. Me desnudo también. Y también me incorporo. Toda la confianza y la fe que necesito, la tengo en ella, en la erección de mi sexo.

* * *

No hay rosas, no hay fresas ni champaña.

No es una de esas escenas de película.

De haber una canción, en ese momento, sería una de Portishead; desconozco el título, sólo recuerdo una frase que se repite insistente en el estribillo: Because nobody loves me, it’s true. Do not lie you too.

Estamos en la cama, al centro. Ella debajo de mi y yo besando sus pechos, su vientre, su entrepierna. A veces, me da por mirarla y noto que ella me mira, otras, deja la cabeza de lado y se clava con la imagen en los espejos. Los espejos ocupan toda una pared, a la izquierda de la cama; no saben reflejar otra cosa que una pareja más mintiéndose amor, pero a mí no me engañan. Son ellos los que mienten. Yo lo sé. Sus pupilas, como platos, quieren tragarse mi imagen; su boca, seca, quiere beber de la mía; su alma, toda, entregárseme. Yo sé. Todas ellas son una misma, todas me besan. Las sábanas vivas, sus fluidos, la saliva. Yo sé.

Me voy de bruces. Soy incapaz de sostener mi propio peso. La golpeo con la frente en la mandíbula y no me doy cuenta de que ha estado llorando sino hasta que siento mi rostro mojado de tanta lágrima. No entiendo el por qué de su llanto, ella dice que está feliz. Me siento culpable por no creerle. Tengo varias preguntas. Y sé que no es el momento, pero igual y las preguntas van apareciendo una a una, en mi mente, quizás al ritmo que la penetro.

¿Por qué dejó de amarme? ¿Cómo es que, si me quería tanto, no vuelve? ¿Cuánto me buscaba en los besos de otro? ¿Qué esperaba de mí cuando aceptó pasar la noche conmigo? ¿En qué está pensando?

Su orgasmo me responde ciñendo mi pene con rabia; como si, harta de que la persiguiera con tantas interrogantes, me detuviera en seco, tomándome con fuerza de la muñeca.

Deja de hacer preguntas estúpidas, gritaría.

Y sus dedos sostendrían implacables mi puño cerrado, impotente.

Me doblego gimiendo.

El semen contra la capucha del látex como un auto de carreras contra la barda de contención. El piloto muerto del más puto miedo. Es sólo sexo.

* * *

Lo hacemos de nuevo y luego ya no, pero esta vez, para siempre.

Una lástima que la soledad sea para siempre y el amor no.

Una lástima la mar de triste.

Nos despedimos en los andenes. Ella va en dirección Cuatro Caminos y yo paso a la línea uno y tomo el metro que va a Pantitlan, bajo en San Lázaro y me vuelvo a Puebla.

No me quejo.

Tengo como recuerdo dos boletos del metro, una caja de aspirinas, el condón que sobró.

Tengo también, la manía de pasar siempre a la tienda de discos.

Entro al cajero, le pido trescientos pesos y me contesta que no tengo fondos suficientes.

Pregunta si deseo hacer otra transacción.

—Sí —le hablo como si me entendiera—, dame doscientos cincuenta.

Pulso los botones que va pidiendo y el cajero me dice que tome mi efectivo y mi recibo y que por favor no olvide retirar la tarjeta. «Pero si ya está vacía» pienso, aunque igual la tomo y la sumo al paquete de recuerdos que me llevo de la ocasión.

Entro a la tienda. Tengo cuarenta y dos pesos en el banco, cincuenta para el pasaje y doscientos para llevarme algo digno. Voy, como siempre, a donde el rock en español y mis dedos repasan los discos sin hallar nada nuevo; de repente, no sé por qué, alzo la vista y miro hacia el póster. La boca se me abre y una lágrima se descuelga sin mayor remedio. Los dedos siguen recorriendo los plásticos como si pudieran ver las portadas y elegir ellos. Saben que música escucho. No me necesitan.

En el póster, está ella.

Lleva unos jeans a la cadera, el negro de la mezclilla atravesado a los lados por tres franjas de negro, impresas en un resorte blanco. Lleva también, una blusa amarilla deslavada a mano, que yo le regalé, de tirantes y escotada. Luce la mar de flaca, y por supuesto, preciosa. Lleva la boca y los brazos abiertos, como si estuviera a punto de hacer una cabriola de gimnasia. Lleva el cabello rojo, los ojos de Manga. A su lado estoy yo.

Llevo Levi´s claros y suéter negro, los brazos cruzados. En la muñeca, una cadena para mascotas de la que cuelga una i-Mac portátil, el plástico color cereza. Y justo debajo de nosotros, en letras helvéticas, una frase de Iara Lee: «Cuando la realidad no es lo bastante buena, el placer debe ser sintetizado». No dice nada más, no se suponía que convenciéramos adolescentes de comprar nuestros discos. Ellos sabían, o se suponía que supieran, que nuestro rollo era auténtico. Vocales y música electrónica. El sintetizador de la i-Mac, mi especialidad; la de ella, avergonzar de su voz a los ángeles.

No puedo hablar, ni siquiera puedo contarlo.

La idea de la gira era promocionar ese disco, no enamorarnos.

Su marido quiso darle la sorpresa, apareció —literalmente apareció— en el hotel en que estábamos. Nos encontró drogados, desnudos en el jacuzzi de la habitación. Yo jugando con la espuma en su entrepierna, ella riendo y gritando.

Se divorció.

Nos hicimos amantes y todo muy bien, hasta que ella se aburrió de nosotros.

Según los medios, dejé el dúo por "diferencias creativas".

Ella, un poco convencida por la disquera, hizo audiciones en busca de un buen sinte.

Lo consiguió.

Estaba a punto de estrenar su primer disco solista.

Por eso me habló. Quería que supiera la noticia de primera fuente. Tampoco le molestaba hacerlo conmigo. Lo del póster, que no estuvo nunca antes ahí, debió ser una coincidencia. O igual y la disquera los repartió con la esperanza de agotar los CD’s del disco anterior, el que grabó conmigo: El televisor ya no nos quiere.

Juego de luces.

La pantalla de la computadora vomitando tablas de onda y análisis de espectro. Sampleos del disco instrumental de Café Tacuba mezclados con Bowie. Silencios. Ella, su canto, llenando el vacío. Los ángeles de la voz enmudecidos de envidia. Los ojos cerrados. Percusiones que destrozan el embeleso con la rabia de Marylin Manson. Ella voltea de inmediato, reclama. Quiere cantar. Yo hago una seña con los brazos porque no hay nada que hacer, el sinte de la i-Mac ya está programado. Ella se levanta, micrófono en mano, va hasta la computadora y desconecta el cable de audio. Las bocinas se quejan, el estadio entero se estremece. Se apagan las luces, se hace el silencio.

Y en medio de ese silencio, su voz. Esa que la hacía única.

Los aplausos y los gritos estallaron como una hecatombe, ella los calló. Sin dejar de cantar, se llevó ambos índices a los labios. El público enmudeció de inmediato. Su solo duró diecisiete minutos. Fue hermoso. Lloré. De todos modos, me fui del concierto.

No compro nada.

No hay nada más triste, que un artista olvidado.

Mirarse a uno mismo tan quieto. Reflejado, y sin poder sonreírse.

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